Hoy salí de mi casa con rumbo a la de mi tía, pues ahí quedamos toda la familia, en reunirnos. Y yo, como todo un antisocial, fui el último en abandonar mi casa. Al cerrar la puerta supe que el día iba a ser calurosamente fatal. 36 grados era la temperatura; el ambiente de la sangre y los órganos dentro de un cuerpo humano.
Nada podía ser inhóspito como la calle. Estaba completamente vacía. Raro, vivía en el centro de la ciudad y no había un alma. Chequé mi reloj por si no me había equivocado, y no, eran las 3:10pm. No había vida en el centro, y eso que la calle 16 es una de las más transitadas del centro de esta ciudad. Pero ni un movimiento se asomaba. Ni siquiera el aire.
Caminé de lo más normal, sin dejar de observar mi alrededor. Doblé en la esquina de la 53 y me dispuse a ir al mercado. No había un alma. Seguí subiendo la calle. A lo lejos noté que la calle estaba bloqueada con una pequeña reja. Todavía estaba presente la ridiculez de lo de Silent hill. Me acerqué y noté que el mercado también estaba vacío. “¿Dónde chingados está Campeche?” Me quedé en la esquina con el sol calentando a fondo. No había nada. Caminé hacia Uribe para ver si algo pasaba en el otro extremo. Casi al llegar a la entrada del pasillo, vi que se acercaban unos seres que parecían personas. Una persona pequeña que parecía un niño se detuvo frente a mí y se sorprendió por mi presencia. Estaba completamente manchado de colores, parecía como si el color de su pelo, el de su piel y el de todo su cuerpo hubieran sufrido un choque. Sólo le podía reconocer sus facciones, y sus ojos que se abrieron por mi presencia, como si fuera todo un Mesías al que estaba esperando.
El niño retrocedió y corrió gritando, “aquí hay uno”. Me pareció que todo estaba por complicarse. Así era, detrás de él salieron 7 personas, igual de coloridas que él, y se dirigían hacia mí. Supe que estaba en peligro, así que corrí hasta pasar la valla. Volteé y noté que ellos no podían cruzarla. Me detuve y pude ver sus caras revueltas de molestia y color.
—¿Por qué no vienes, Güerito?—decía uno mientras sostenía un pedazo de tela mojada con pintura morada.
Recordé que era martes de pintadera, toda una tradición en Campeche. Ese día, después del sábado de bando, en donde desfilan carros alegóricos; y del lunes de aguacero, en donde se moja a la gente sin piedad; seguía el martes de pintadera, en donde toda la ciudad se ve presa de los desquiciados monstruos que salen a pintar a todo aquel que se le interponga en el camino. No importando que sea el gobernador o el perro de cualquier vecino. Es tradición, y se tiene que respetar. Comprendí que las vallas eran los límites de los deformes multicolores, pues el gobierno no permite que se pintarrajeé el centro de la ciudad, pues es patrimonio cultural de la humanidad, y por las murallas. Así que dentro del centro estaba a salvo de la pintura. Pero el problema se agravó cuando noté que enfrente, en el mercado paraba el camión que me llevaría a la casa de mi tía, en donde estaba toda mi familia.
—Tendrás que salir, güerito y nosotros te vamos a esperar—dijo el mismo que me había hablado, mientras los otros babeaban de regocijo.
Maldije por segunda vez en mi vida, el no haber sacado un duplicado de llaves de mi casa. Eso complicaba las cosas, tenía que ir hacia donde estaba mi familia, o esperar a que llegaran, pero fuera de mi casa y con el calor infernal.
Pensé correr hasta la otra calle, pero ellos captaron mi idea, y cuando llegué estaban ahí, prestos a latiguearme con sus telas tiesas.
Me quedé esperando un momento. Ese momento se prolongo a 20 minutos. Dos más llegaron a aglutinar el grupo de sedientos. Caminaban como si tuvieran quebradas las piernas. Creo que mi olor los atrajo, y todo porque no me puse el desodorante antitranspirante. Los pintarrajeados se movían en círculo, lentamente, esperando a que sacara un brazo o una pierna para poder llenar de pintura. Unos se comunicaban con berridos, señal de que habían venido desde tan lejos para darse su banquete.
Podía ver sus ojos saltones, muestra de lo que pensaban hacerme una vez que estuviera a fuera.
—Serás uno de nosotros. Aunque no quieras, te vamos a pintar. Y no esperes a que sea pintura de caballito, es de aceite, cabrón—Exprimía su trapo para dejarme ver el color ocre con que me iba a manchar mi camisa del Real Madrid—Uyy, ahí vienen más víctimas—pude ver que venían una señora, una joven rechoncha y un muchacho hacia donde estaba.
Mientras se acercaban, los monstruos plásticos celebraban como tribu.
—Ay madre. Estos locos nos van a pintar—dijo la señora mientras visualizaba a todos— ¡Hey! Yo no quiero entrar a su jueguito, así que respeten a las damas y déjenme pasar.
—Lo siento señora, pero hoy no hay reglas. Así que reclámele a su señor que los haya abandonado este día— y cuando terminó de decir esto, sus compañeros celebraron al cielo su prudente amenaza.
—Esta juventud sí que no respeta nada. Claro que le diré a mi “Señor”, como tu le dices a Hurtado. Debería de haber una patrulla en cada esquina, y no hay ni siquiera un gendarme.
—Oye, chavo—dijo el joven que vino—no seas cabrón, deja pasar a la señora y a la muchacha. No ves que ellas van a misa.
—Cálmate, tu caballero. Te crees muy chingón por tu peinadito militar. ¿Por qué no mejor sales para que te unas? Te la vas a pasar a toda madre.
—No, gracias. Tendré que declinar esa invitación.
—Pues jódete, porque aquí nadie se va sin una mancha en su cuerpo.
Nos quedamos mudos sin decir nada, esperando a que llegara una patrulla. Nada pasó, ni siquiera una bicicleta. Un camión pasó solitario y se quedó esperando pasaje. Nuestra vista se centró en el camión. El más animado de los animales notó nuestra observación.
—¿Qué, por qué no cruzan? Si quieren agarrar el camión, pasen esta madre y párenlo.
Por un momento, pensé que podía correr tan rápido que no me alcanzarían, pero eso no era posible.
—¡Nos vamos a quedar aquí toda la tarde!¡No lo puedo soportar!—gritó la joven con una histeria que alarmó a todas las presas—¡Necesito llegar a mi casa!¡Necesito entrar al Chat a las 6.
La agarré y le di una cachetada. Otra de vuelta mientras le decía que se calmara. La tercera siguió. La cuarta, la quinta, y cuando cerré mi puño para darle un terrible puñetazo, el muchacho me sostuvo.
—¡Suficiente!La vas a noquear.
—Gracias. Lo necesitaba—dijo la choncha.
—La verdad que sí—le dije.
—Caray, Güerito, se ve que te pesa la mano. Creo que serías un buen compañero para pintar a los de la concha.
—¡No voy a entrar! ya te dije. Ni aunque me pintes.
—Eso dices ahora. Nadie se va pintado sin desquitarse con unos cuantos. Ve al Popochas. Estaba sentado en las bancas del parque de San martín y le caímos a mordidas, y velo ahora, todo un miembro del equipo.
—¿Por qué no se van?—dijo el joven, mientras cruzaba los brazos—es seguro que más adelante hay mucha gente que pintar.
—Te voy a ser sincero. Porque nosotros queremos que ustedes sean los siguientes.
—¡Maldito día del carajo! Cómo odio el carnaval—grité con tal desprecio, que la joven regordeta se preparaba para aplicarme el calmante—Estoy bien, estoy calmado.
El tiempo de espera se prolongó a una hora, y el cansancio, aunado con el inclemente sol, hacían estragos a la presas que esperábamos esperanzados, a que un policía nos rescatara. Los camiones tardaban más tiempo en llegar. Supe que pronto iban a dejar de pasar los camiones. Cuatro pintados desistieron de esperar y se fueron por más presas. Eso nos alivió un poco.
El muchacho nos llamó para una junta.
—Tengo un plan. Vengan—nos reunimos para escuchar—Esperar a un camión es tan irregular, como el ciclo menstrual de mi novia. Tenemos que hacer algo al respecto.
—Pero que podemos hacer, joven, los locos están esperando.
—Un taxi.
—En la madre, yo tengo celular—repuse orgulloso.
—¿Por qué chingados no nos lo dijiste antes?
—Es que no se me ocurrió—quedé como un idiota, pero el celular borraba toda falta.
—Bien, miren, vamos a llamar un taxi, y le decimos que venga aquí. Los locos se tendrán que mover para darle paso al taxi y así nos metemos todos, limpios y sin problemas.
—La verdad es que dudo que se muevan los locos—dije desesperanzado—además, no creo que el taxista quiera acercarse a los pintados.
—Cierto… ¡Lo tengo! Tendremos que decirle que nos espere enfrentito y nosotros corremos para meternos.
—Eso lo hubiéramos hecho con el camión.
—Sí pero con el taxi, lo podemos mover hasta más cerca. Además, la señora no creo que corra rápido.
—Buen punto. Que haremos con la señora.
—No se preocupen. No me importa que me pinten. No se detengan por mí.
—No. Espere. Usted se va hasta San Juan, antes de que llegue el taxi. Seguramente algunos locos irán por usted. Cuando nos subamos al taxi, pasamos por usted, salimos el muchacho y yo para que nos correteen, y así le dejamos el camino libre para que usted suba sin problemas. Nosotros llegamos después de darles una vuelta para subirnos al taxi e irnos a nuestro hogar. ¿Cómo te llamas?—me preguntó.
—Wilberth.
—¿Puedes correr como diablo, Wilberth?
—Claro.
—Excelente plan, Dios quiera que todo salga bien—dijo la señora.
—¿Haciendo planes?¿o sólo se ponen sabrosos para nosotros?
—¿celoso?—dijo la gordita.
—Para nada. De todas maneras serán míos en unos momentos.
Hablamos a Radiotaxi águila. Pedimos el carro. 340 era el taxi que nos esperaría enfrente. Dimos órdenes de que nos esperaran pasando el peatón. Nos dijo que no subiría a pintados al carro. Nosotros aceptamos. Al colgar, la señora fue con dirección a San Juan. Mis nervios subían como espuma.
—¿Qué intentan hacer? ¡Pito, loco y chumín, sigan a la señora y pinten a discreción!
—Sale—gritaron los nombrados y bordearon los límites, siguiendo con paso cojo a la señora.
—¿Creen que se irán sin una pinche remojada? Eso lo quiero ver.
—Pues estate atento—retó el joven, mismo que se me olvidó preguntar su nombre.
Los trastornados remojaron sus telas en la pintura. Aullaron de alegría al sentir que pronto tendrían carne.
—Déjenme al catrín—mencionó el líder, señalando al estratega—Ustedes chíngense a la gorda y al Güero.
El taxi esperó donde le dijimos, y abrió las puertas. Nosotros le hicimos la señal para que supiera que éramos los que llamamos.
—¡Ah, cabrones! Pidieron taxi. Pues…
No había terminado de hablar y emprendimos la carrera. Corrí como si mi vida dependiera de mis piernas. Mi tobillo izquierdo se dobló como una palmera en un ciclón, pero no dejé de acelerar. Oí las cimbradas a lo lejos. Era seguro que a alguien habían atrapado. Un grito casi animal erizó mi piel. Era la gordita, que gritaba de tristeza al ser atrapada por un gañán. Llegué, sabe Dios cómo, al taxi.
—¡Rápido, Rápido, suba!—cerró la puerta mientras mi perseguidor veía perdida su oportunidad de pintarme.
Adentro del taxi, supe que era el único que abordó la unidad. Pude presenciar la carnicería plástica de mis compañeros: la gordita siendo presa de los cintarazos de color verde olivo de un loco; y al joven en el suelo, siendo revolcado, hasta con brocha, por el líder, mientras este se regocijaba con el azul negro de su trapo. Aparté con dolor mi vista sobre mis compañeros caídos.
—A dónde lo llevo, joven
Me acordé de la señora.
—Aquí a la vuelta, en Tubos y tubos, vamos por una señora. Dimos una larga vuelta para recoger a la señora. Y cuando pasamos por ahí, la vimos sentada en una banca de la iglesia. Pintada, llorando y con un zapato en la mano.
—Le recuerdo que no puedo llevar a pintados, joven.
Desistimos de llevarla y le dije que nos fuéramos de ese infierno.
—¿A dónde lo llevo?
—A colonial, por favor.
El camino se me hizo amargo, pero con una calma por haber salido limpio de esa afrenta.
—Qué malos se han vuelto los jóvenes hoy ¿No cree, joven?
—Sí.
—Pobre señora. Me acuerdo que en mis tiempos no hacíamos tales aberraciones. ¿era familiar suyo?
—No.
—Qué bueno. Porque sí le dieron su manita de gato a la pobre señora.
—Sí—dije desganado, como una señal de que no quería esa conversación.
Llegamos a la entrada de Kalá. En las primeras esquinas pude ver varios grupos pintados, danzando de alegría.
—¡Mire a esa pobre que están pintando!—me señaló a una desafortunada dama que era violada, estéticamente hablando, por dos jóvenes ennegrecidos.
Qué imagen más bizarra. Pero nada le gana a la escena que presencié en la cancha de colonial. Era una cabeza de un Barney de piñata en fuego. Alrededor había toda una tribu de desalmados venerando al fuego y a la pintura en aceite. Pude ver a uno con su camisa de Juan Camilo Mouriño totalmente pintada. Era mi primo.
—Qué escena más tétrica, ¿no?—insistió el taxista.
—Ya lo creo.
Estábamos cerca de la casa de mi tía. Todo parecía estar en caos. Hasta que llegamos a los umbrales del hogar. Bajé del taxi, no sin antes pagar. Apreté mi camisa original del Real Madrid como señal de alegría, pues había salido sin un manchón de este día.
Llegué a la puerta y golpeé. Me sacudí el poco de sudor que escurría por mi frente y volví a tocar. Volteé a ambos lados para asegurarme de que no había moros con pinturas. Toqué de nueva cuenta, acompañado de un “Buenas”. Nada. Al voltear de nuevo, vi horrorizado a dos niños que caminaban hacia mí, con la vista fija en mi cuerpo, más bien, en mi camisa. Toqué con más fuerza y grité con un tono más alto, y al voltear, los niños se habían multiplicado a seis. Caminaban desde la esquina con tal lentitud como si gozaran la respuesta de su víctima. Aporreé la puerta, incluso la pateé. Nada se oía. Vi por la ventana. No había movimiento dentro de la casa. Los locos ya eran diez, estaban como a
—Por favor, no manchen el número y el nombre de Zidane.
Y me cundieron a trapos, sin piedad.
1 comentario:
Je je,
Muy divertido.
Saludos,
F.
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