“CUANDO SE VIAJA EN AVIÓN SOLAMENTE EXISTEN DOS CLASES DE EMOCIONES: EL ABURRIMIENTO Y EL TERROR.”
- Orson Welles
La semana pasada me invitaron al DF a presentar la revista Tierra Adentro. “Gracias, pero no gracias”, pensé, porque una de mis mayores pesadillas es estar delante de un micrófono hablando a un salón lleno de gente, sin embargo no dije que no. Horas más tarde estaba siendo despojado de mis tijeritas para cortar uñas en la sala de espera del aeropuerto. “Lo siento señor, no puede abordar con armas punzocortantes”, me dijo una señorita de espeso bigote, parecido al de Sam Bigotes, que al parecer era la encargada de despojar de sus mortíferas armas a los terroristas. “Son sólo unas tijeritas para cortar uñas”, le expliqué con la firme determinación de no presentarme a la presentación de la revista con unas garras de gato. “Lo siento, no puede pasar con las tijeritas, son consideradas un arma”, respondió la señorita con el rostro y el mostacho imperturbables. “Oiga, mis tijeritas para cortar uñas no son un arma, mírelas, son tan viejas que ya ni filo tienen”, le dije. “Entonces cómprese unas nuevas y deje estas aquí porque como ya le expliqué las tijeritas como las suyas son consideradas un arma mortal”, me dijo la señorita del bigote. “Muy bien señorita...”, le dije dispuesto a dar batalla, “dígame dónde venden tijeritas para cortar uñas como éstas y con gusto se las dejo”, agregué blandiendo por todo lo alto mis tijeritas para cortar uñas. Silencio. Una densa atmósfera de incomodad envolvió el ambiente (ni mis tijeritas para cortar uñas hubieran podido cortar la tensión). “Si quiere abordar el avión tiene que dejar sus tijeritas, señor. Así que decídase por favor que está entorpeciendo la fila”, dijo la señorita intentando no perder la paciencia. Sin embargo, la bigotona antiterrorista mentía, aunque sólo en lo de estar entorpeciendo el paso, porque al voltear observé que era la única persona formada en la presunta fila. “Puedes documentar tus tijeritas con tu equipaje”, intervino una señorita de mirada confianzuda y cómplice que hasta ese momento había estado en silencio entretenida mirando la maquina de rayos X. “No llevo equipaje, mañana estoy de regreso en Campeche”, le dije a la señorita de rayos X con mi mejor cara de sufrimiento para que se compadeciera de mí. “¡Perfecto!, entonces déjale encargadas tus tijeritas a la vendedora de boletos, es bien buena onda, cuando regreses segurito ella te las devuelve”, dijo la señorita de los rayos X. Silencio. Observé a la señorita que vendía los boletos de avión y de sólo imaginarme la escena pidiéndole de favor que salvaguardara mis tijeritas para cortar uñas hasta mi regreso en el mostrador porque la bigotona antiterrorista pensaba que degollaría con ellas al piloto para después inmolarme sobre las Torres de Cristal me hizo sentir ridículo. Además, quién me garantizaba que a mi retorno la señorita que vendía los boletos de avión me regresaría mis tijeritas para cortar uñas, o peor aún, tal vez pudiera pasar que al regresar al día siguiente al aeropuerto otra señorita estuviera detrás del mostrador y cómo explicarle que las tijeritas para cortar uñas que están ocultas en el mostrador son de mi propiedad ya que las dejé encargadas a su compañera gracias a que la bigotona sospechaba que yo era un loco asesino. “Andele, joven, es de confianza la chica del mostrador. Además si no sé apura va a perder el avión”, dijo la chica de los rayos X al ver mi mirada llena de dudas. “No gracias, tenga”, dije abriendo mi maleta de mano y entregándole las tijeras a la señorita de los rayos X, y al hacerlo casi me gana el impulso de abalanzarme sobre la bigotuda para rasurarle el asqueroso mostacho peludo de un tajo con mis (bien afiladas) tijeritas.
No lo hice. Minutos más tarde estaba a bordo del avión a miles de metros de altura escuchando a la azafata decir cómo debíamos ponernos las mascarillas de oxigeno en caso de ser necesario. Las palmas de mis manos empezaron a sudar. Decidí no mirar a la azafata. Por desgracia no habían tapones para los oídos y tuve que seguir escuchando el audio del avión que decía con una voz masculina y sensual de anuncio de Bacardí: “en caso de una descompresión todos vamos a.... (“morir”, pensé e imaginé cómo mi cabeza se inflaba como un globo y luego como reventaba en mil pedazos de una manera terrible y asquerosa) guardar la calma y ponernos las mascarillas”.
Nunca me había puesto tan nervioso en un avión, quizás porque nunca había viajado en un ADO con alas. Al observar desde las alturas la ciudad de Campeche comprendí por qué el avión era tan pequeño (Google Earth no me había mentido meses atrás cuando desde las alturas de su modernísimo satélite me mostró un inmenso mar con una interminable costa poblada de cientos de pequeños cerros selváticos donde apenas se alcanzaba a percibir una diminuta extensión de asfalto y techos de casas) e incluso tuve que cuestionarme cómo era posible que salieran vuelos de Campeche hacia el DF o hacia a cualquier otro punto del país. Sin embargo, al instante entendí el porqué. La mayoría de los asientos del avión estaban ocupados por funcionarios públicos. Por desgracia mi compañero de asiento era una señora, y no lo digo porque me apeteciera estar sentado a lado de un político o de los dos hombres de mediana edad aspirantes a políticos que no cerraron el pico todo el trayecto dándose (en voz altísima) mutuos consejos de lo que aprendieron en el Tec de Monterrey acerca de cómo ser unos ganadores, sino porque la señora a un costado mío se encargó de incrementar la transpiración de mis manos gracias a que se persignaba nerviosamente con un rosario gigantesco y metálico que llevaba enroscado en el cuello cada que el avión se agitaba al pasar por las nubes, es decir, cada cinco segundos durante todo el viaje: Turbulencia. Señora persignándose. “Wey, el truco es ser aferrado, creer en uno mismo...”. Político durmiendo como un angelito. Turbulencia. Señora persignándose. “En el Tec nada que ver con lo que te enseñan aquí, porque en el Tec...”. Político durmiendo como un angelito. Turbulencia. Señora persignándose. “Si quieres tener éxito en la vida tienes que...”. Político durmiendo como un angelito.
A la mitad del viaje empecé a recapitular lo que tenía que hacer: noquear de un codazo en la nariz a la señora, robarle el crucifijo gigantesco y metálico, clavar la cruz del crucifijo gigantesco y metálico en la yugular de uno de los dos hombres de mediana edad graduados del Tec de Monterrey, ahorcar con las cuentas del crucifijo gigantesco y metálico al otro hombre de mediana edad graduado del Tec de Monterrey, caminar por el pasillo y quitarle a todos los políticos dormidos sus plumas de oro de los bolsillos de sus camisas, entrar a la cabina y clavar las plumas de oro en la espalda, nuca, y oído de la azafata, del copiloto y del piloto (en ese riguroso orden), tomar los controles y estrellar el avión en la Gran Cámara de Diputados y Senadores.
No lo hice. Horas después estaba aterrado frente a un micrófono presentando la revista Tierra Adentro en un auditorio semivacío (nota: jamás organizar un evento el mismo día y a la misma hora que los MTV Latinos); en la revista aparecía un escrito mío dedicado a Campeche: “Crónica de una aldea amurallada” que por desgracia los editores decidieron publicar bajo el siguiente título: “Crónica de una muerte amurallada: CLAVES PARA NUNCA VISITAR CAMPECHE”, lo cual sospecho me augurará el nunca más poder volver a pisar mi querida ciudad amurallada sin que un campechano intente asesinarme.