“La caridad crea una multitud de pecados.”
- Oscar Wilde
Nunca he sido un hombre afortunado con el dinero, y con el cambio, menos, sobre todo ahora. Antes de que el mundo se virtualizara, pesaba unos cinco kilos más de los que peso actualmente. Era un imán para el cambio, a tal punto que las bolsas de mis pantalones se ensanchaban de monedas hasta quedar como los de MC Hammer o Vanilla Ice. Sin embargo, las cosas han cambiado gracias a las bondadosas empresas e instituciones que todos los días me piden que done uno, dos, cinco o diez pesos, so pena de quedar en vergüenza delante del resto de la fila de clientes en minisúpers, supermercados, cajeros automáticos, etcétera.
Habrán notado que prácticamente no existe empresa en el mercado que no esté afiliada a alguna causa altruista. “Dona para combatir el cáncer de mama en los koalas”, “Dona para reforestar los bosques de Madagascar” “Dona para…. Etcétera”. Desde luego, más de uno saltará indignado para decir que esas son causas muy nobles e importantes, o que tales causas no existen en la vida real. En cualquiera de los casos lo cierto es que todos los días millones de personas han sido condicionadas y aleccionadas para donar por costumbre, sin detenerse a pensar a quiénes están ayudando.
“Va, ¿qué es un peso?”, pensamos. “Sí señorita, acepto redondear mi cambio”, decimos orgullosos de nosotros mismos y seguros de que San Pedro está tomando nota en su laptop celestial mientras en algún recóndito resquicio del mundo los eufóricos koalas con cáncer de mama nos lo agradecen, aunque claro, no tanto como las empresas que gracias a nuestros donativos pueden evadir impuestos por la vía legal, ya que ante el gobierno ellos son los buenos.
Y esto viene a cuento porque durante todo este tiempo pensé que los más perjudicados con esto eran nuestros bolsillos, sin embargo, recién descubrí el error en que me encontraba. Ante esta avalancha de empresas caritativas hay una, la más caritativa de todas, que está pagando las consecuencias. Antes de que las empresas privadas descubrieran que las colectas son una magnifica fuente de riqueza, la Iglesia era quien se encargaba de quitarnos nuestros pesos de encima, tanto morales como económicos. Ante esta situación, la Iglesia ha implementado medidas correctivas, aunque claro, no todas han tenido el éxito esperado. Recuerdo, por ejemplo, lo que ocurrió en fechas recientes en la iglesia Maria Inmaculada, en mi ciudad natal, Mérida. El padre, cuyo nombre evitaré mencionar para que no amenace de nuevo a mi madre, convertido en una especie de Chris Rock blanco con sotana (de alguna manera había que entretener a la clientela para que no se durmieran durante los evangelios) decidió organizar una rifa de pasteles. Todos los presentes se vieron en la obligación moral de comprar un boleto. Terminada la misa, el sacerdote pidió que un voluntario pasara al frente y con su mano santa sacara los boletos ganadores de la urna. La mano santa resultó ser la de una dama de considerables dimensiones, lo cual presentó al sacerdote la oportunidad para decir el chiste del año: “Uy, olviden la rifa, esta niña ya se comió todos los pasteles”. Los presentes no supieron si reír o indignarse; optaron por la primera opción, no podía ser pecado reírse de la humillación ajena, no si el culpable había sido un representante de Dios en la Tierra. Desde luego, las rifas no fueron lo que la Iglesia esperaba, así que su más genial y último invento para recaudar fondos es el siguiente, y lo sé porque yo protagonicé esta historia, palabra.
Caminaba por el malecón como cualquier noche de domingo cuando fui abordado por uno nutrido grupo de jovencitos que llevaban pancartas con la leyenda: “Colabora con la Iglesia. Besos y abrazos, lo que tu consciencia quiera dar”. Al leer esto me quedó claro que la Iglesia finalmente se había dado por enterada que las cosas no son como antes, así que se modernizaron, es decir, empezaron a darnos algo a cambio de nuestro dinero. “¿Besos y abrazos?”, pregunté interesado, y no lo niego –Dios me mande al Infierno, lo merezco- pues las chicas estaban muy bien formadas para ser unas adolescentes. “Así es, besos y abrazos”, dijo una señora, la única mayor de edad que orquestaba la amorosa comitiva. “¿Qué tan cariñosos son los besos?”, pregunté arriesgando que mi alma se achicharrara en el Infierno por toda la eternidad. “Muy tiernos, todo depende de tu donación”, dijo la señora con el rostro imperturbable y digno de quien ha escuchado la misma pregunta una y otra vez cuan largo es el malecón; sin embargo, no por ello quitó la sonrisa de sus labios. “Caramba, ¿así la cosa?”, dije. “Así la cosa”, dijo ella señalándome a las chicas que se ponían en hilera en poses de edecanes de cerveza. “Oiga, ¿y los chicos vienen con usted también?”, le pregunté señalando a unos jovencitos que se alinearon junto a las chicas en poses igualmente sugerentes. “Desde luego”, respondió ella. Como la negociación empezaba a tomar tintes incómodos, decidí ir un paso más allá y convertirla en insostenible para poder seguir con mi caminata sin desembolsar un solo peso por el servicio que me ofrecían, así que dije: “Oiga, y si mis preferencias son… usted sabe, un poco más varoniles, es decir, si yo….”. “Óigame usted, ¿por qué cree que están los chicos aquí?”, dijo indignada y se marchó junto con los adolescentes a donde estaba la acción de verdad: dentro de una camioneta con unos viejos con gafas oscuras y gorras que les cubrían el rostro de los poderosos rayos lunares de la negra noche.
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