Contar un chiste es un deporte lleno de riesgos. Como en las carreras de autos, una mínima variación en la velocidad o un descuido al tomar la curva, podría convertir el anunciado éxito en una tarde desastrosa. Es casi como la declamación de un poema, una ciencia de la exactitud que si bien depende mucho de la memoria, también recurre a la improvisación para salvar los momentos difíciles.
La poesía y los chistes tienen otro punto en común: hay gente obsesionada con convertirlos a ambos en un asunto de sobremesa. A menos que seas Polo Polo y puedas hacer una epopeya del encuentro entre dos homosexuales, el chiste caminará todo el tiempo por la cuerda floja. Se trata de un juguete compacto que puede volar en mil pedazos a la menor provocación, pero también de un síntoma del exceso. Como una señal de alarma, el chiste nos avisa que hemos sobrepasado el tiempo o la cantidad de alcohol razonables. Siempre que en una fiesta alguien inicia la ronda de chascarrillos significa que todos los temas de conversación han sido ya agotados.
Quienes hemos padecido al menos una veintena de reuniones familiares, sabemos que nada es tan vergonzoso como un chiste mal contado o tan trágico como un “gran final” que olvidamos en el último segundo. Como le sucede a Marlin, el pez payaso de “Buscando a Nemo”, explicar las circunstancias de un chiste acaba por provocar pena ajena. De las personas graciosas que pretendíamos ser terminamos siendo el objeto risible de los asistentes. Finalmente el chiste se vuelve una carta bomba a la que hemos puesto como destinatario nuestro propio domicilio.
Lo más curioso es que precisamente sea en esa práctica tan inestable donde los mexicanos hemos identificado el ejercicio del humor. La palabra “humorismo” nos remite indefectiblemente a un señor de mediana edad que hace bromas sobre esposas infieles o niños precoces. Decenas de malísimos programas de televisión a lo largo de los años han depauperado la palabra “humor” hasta reducir sus variedades a los colores rojo y blanco, como las gambas. Lo peor de los comediantes nacionales es que han habitado esos extremos (el albur y la candidez) sin poblar toda la zona intermedia, llena de claroscuros.
Los chistes son pequeños universos autosuficientes; cuando son buenos, ejemplifican el arte de la condensación. A excepción de Polo Polo, cuya práctica favorita es convertir cualquier historia en una gesta heroica donde todos hablan a insultos, los chistes son abruptos, como los petardos. Esa es su mejor imagen: la del explosivo. Pensemos en el chiste como una granada de la felicidad y en el comediante como alguien que sólo espera el momento de quitar la perilla. De la misma forma que con el amor, siempre le conferimos al chiste la más alta de las expectativas; por eso resulta tan deprimente cuando nadie ríe.
Habituados a una realidad donde las fiestas acaban rápido por insuficiencia de gente graciosa, los comediantes sólo hacen tv si pueden transformar sus chascarrillos en guión. De profesionales de la risa presentándose en vivo a sketches inconsistentes en los programas de variedades, la tele mexicana ha pensado en el humor como en el plan de contingencia cuando todo lo demás falla. ¿Se cae el rating? Traigan al chaparrito que se viste de mujer. ¿Tenemos minutos valiosos donde no hay nada que hacer? Que el señor ése hable como franelero de estacionamiento.
Poco trasciende en ese humor de emergencia. No sirve para ver la realidad ni tampoco se vale de la realidad para hacer comedia. Crea un mundo aparte poblado de clichés y de historias recicladas, con tontos incorregibles, mujeres infieles y dobles sentidos. Con esos chistes, nos pasa lo mismo que con los videos caseros donde la gente se cae: nos reímos sólo por reflejo.
Decía Augusto Monterroso que “el humorismo es el realismo llevado hasta sus últimas consecuencias. Excepto mucha literatura humorística, todo lo que hace el hombre es risible o humorístico. En las guerras deja de serlo porque durante éstas el hombre deja de serlo”. Ése es el efecto que producen auténticos programas de humor como “The Office” o “Extras” (realizados casi con ánimo documentalista, sin risas grabadas y llenos de silencios incómodos): una carcajada patética pero irresistible que nos revela lo que de horrible tiene el mundo y el ser humano.
Por eso resulta tan sintomático que en México abunden los cuentachistes y se carezca tanto de humor en la pantalla chica. En el país no hemos aprendido a usar el humor para vernos (aunque quizás un buen intento haya sido aquel “¿Qué nos pasa?” de la década de los ochenta). Concebida la tele como un asunto de evasión, el humor –que inevitablemente lleva a pensar- es escaso porque cuestiona. Es una forma de desarticular la realidad, de analizar los frágiles engranajes de nuestras sociedades. Quizás por eso, lo hemos confinado a la crítica política, donde todos los tiros llegan al blanco y donde la risa puede actuar como venganza contra una especie por la que pagamos tanto y recibimos tan poco.
Los programas de comedia son en realidad programas de chistes y los chistes son una artimaña a la que recurrimos para cumplir un tiempo que se ha vuelto demasiado largo. Admitámoslo, señores de la tv: no somos graciosos y la fiesta debió haberse terminado desde hace mucho.
La poesía y los chistes tienen otro punto en común: hay gente obsesionada con convertirlos a ambos en un asunto de sobremesa. A menos que seas Polo Polo y puedas hacer una epopeya del encuentro entre dos homosexuales, el chiste caminará todo el tiempo por la cuerda floja. Se trata de un juguete compacto que puede volar en mil pedazos a la menor provocación, pero también de un síntoma del exceso. Como una señal de alarma, el chiste nos avisa que hemos sobrepasado el tiempo o la cantidad de alcohol razonables. Siempre que en una fiesta alguien inicia la ronda de chascarrillos significa que todos los temas de conversación han sido ya agotados.
Quienes hemos padecido al menos una veintena de reuniones familiares, sabemos que nada es tan vergonzoso como un chiste mal contado o tan trágico como un “gran final” que olvidamos en el último segundo. Como le sucede a Marlin, el pez payaso de “Buscando a Nemo”, explicar las circunstancias de un chiste acaba por provocar pena ajena. De las personas graciosas que pretendíamos ser terminamos siendo el objeto risible de los asistentes. Finalmente el chiste se vuelve una carta bomba a la que hemos puesto como destinatario nuestro propio domicilio.
Lo más curioso es que precisamente sea en esa práctica tan inestable donde los mexicanos hemos identificado el ejercicio del humor. La palabra “humorismo” nos remite indefectiblemente a un señor de mediana edad que hace bromas sobre esposas infieles o niños precoces. Decenas de malísimos programas de televisión a lo largo de los años han depauperado la palabra “humor” hasta reducir sus variedades a los colores rojo y blanco, como las gambas. Lo peor de los comediantes nacionales es que han habitado esos extremos (el albur y la candidez) sin poblar toda la zona intermedia, llena de claroscuros.
Los chistes son pequeños universos autosuficientes; cuando son buenos, ejemplifican el arte de la condensación. A excepción de Polo Polo, cuya práctica favorita es convertir cualquier historia en una gesta heroica donde todos hablan a insultos, los chistes son abruptos, como los petardos. Esa es su mejor imagen: la del explosivo. Pensemos en el chiste como una granada de la felicidad y en el comediante como alguien que sólo espera el momento de quitar la perilla. De la misma forma que con el amor, siempre le conferimos al chiste la más alta de las expectativas; por eso resulta tan deprimente cuando nadie ríe.
Habituados a una realidad donde las fiestas acaban rápido por insuficiencia de gente graciosa, los comediantes sólo hacen tv si pueden transformar sus chascarrillos en guión. De profesionales de la risa presentándose en vivo a sketches inconsistentes en los programas de variedades, la tele mexicana ha pensado en el humor como en el plan de contingencia cuando todo lo demás falla. ¿Se cae el rating? Traigan al chaparrito que se viste de mujer. ¿Tenemos minutos valiosos donde no hay nada que hacer? Que el señor ése hable como franelero de estacionamiento.
Poco trasciende en ese humor de emergencia. No sirve para ver la realidad ni tampoco se vale de la realidad para hacer comedia. Crea un mundo aparte poblado de clichés y de historias recicladas, con tontos incorregibles, mujeres infieles y dobles sentidos. Con esos chistes, nos pasa lo mismo que con los videos caseros donde la gente se cae: nos reímos sólo por reflejo.
Decía Augusto Monterroso que “el humorismo es el realismo llevado hasta sus últimas consecuencias. Excepto mucha literatura humorística, todo lo que hace el hombre es risible o humorístico. En las guerras deja de serlo porque durante éstas el hombre deja de serlo”. Ése es el efecto que producen auténticos programas de humor como “The Office” o “Extras” (realizados casi con ánimo documentalista, sin risas grabadas y llenos de silencios incómodos): una carcajada patética pero irresistible que nos revela lo que de horrible tiene el mundo y el ser humano.
Por eso resulta tan sintomático que en México abunden los cuentachistes y se carezca tanto de humor en la pantalla chica. En el país no hemos aprendido a usar el humor para vernos (aunque quizás un buen intento haya sido aquel “¿Qué nos pasa?” de la década de los ochenta). Concebida la tele como un asunto de evasión, el humor –que inevitablemente lleva a pensar- es escaso porque cuestiona. Es una forma de desarticular la realidad, de analizar los frágiles engranajes de nuestras sociedades. Quizás por eso, lo hemos confinado a la crítica política, donde todos los tiros llegan al blanco y donde la risa puede actuar como venganza contra una especie por la que pagamos tanto y recibimos tan poco.
Los programas de comedia son en realidad programas de chistes y los chistes son una artimaña a la que recurrimos para cumplir un tiempo que se ha vuelto demasiado largo. Admitámoslo, señores de la tv: no somos graciosos y la fiesta debió haberse terminado desde hace mucho.
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