viernes, 9 de noviembre de 2007

El clásico de clásicos


“El fútbol es la última representación
sacra de nuestros tiempos.”


- Pier Paolo Pasolini



La semana pasada se jugó una edición más del clásico del fútbol mexicano: Chivas del Guadalajara vs Águilas del América. Hago la puntual aclaración de los equipos so pena de correr el riesgo de que el lector aventajado en materia de fútbol insulte a mi santa madre por tomarlo por un tonto que no sabe distinguir qué dos equipos de entre los dieciocho existentes en la primera división juegan entre sí el llamado “clásico” de fútbol en México. Sin embargo, en mi defensa diré que este asunto del clásico se presta a muchas confusiones.

Los “especialistas” de fútbol (suena ridículo, pero así se llaman entre ellos los señores que salen con un micrófono en la televisión narrando los partidos de este deporte) cada semana anuncian con bombo y platillo que se jugará el clásico: “El clásico tapatío”. “El clásico del bajío”. “El clásico regiomontano”. “El clásico capitalino”. “El clásico joven”. “El clásico más joven”. “El clásico súper joven”. “El clásico súperarchirrequeterrecontrajoven”. Sobra decir que los cuatro últimos clásicos de la lista son una contradicción, o mejor dicho, una estupidez, ya que un clásico o algo clásico, como la mayoría de nosotros sabemos, es algo viejo. Pero en fin, no nos tiraremos de los cabellos o de las vestiduras o de los balcones de nuestras casas por esto, al fin y al cabo estamos hablando sólo de fútbol, un espectáculo tan trascendente como la telenovela de las ocho de la noche, y no del Octavo Arte como quieren hacernos creer al poner en pantalla diagramas de flujo y trescientas repeticiones en cámara hiperlenta al estilo Matrix sólo para comprobar que un delantero estaba en fuera de lugar al momento de mandar la pelota a las tribunas.

Otro dato curioso e igualmente confuso en relación a los clásicos es que los equipos involucrados en ellos tienen como treinta y cinco nombres cada uno. El Cruz Azul, por citar un ejemplo, es conocido como los cementeros, la maquina, la maquina azul, la maquina celeste, los celestes, los conejos, etcétera. Quienes juegan para la UNAM son los pumas, los felinos, los universitarios, los galácticos del pedregal, etcétera. Incluso (lo diré pese a granjearme la ira de sus tres aficionados, si es que por obra y gracia divina leen esto) un equipo tan gris como el Puebla, que va y viene de una división a otra con la misma frecuencia con que las actrices de las telenovelas entran y salen del quirófano, tiene como mil quinientos nombres: los camoteros, la franja, los ejecutivos, etcétera.

Total que el clásico, por esas extrañas razones que existen en el mundo pero sobre todo en México, sigue paralizando al país entero muy a pesar de que todos sabemos de antemano que los próximos noventa minutos que pasaremos frente al televisor serán los noventa minutos más trepidantes e interminables de aburrimiento de nuestra semana. Mismos que, sin embargo, vemos íntegros, de principio a fin. Aburridísimos, independientemente del resultado, no importa si caen muchos o pocos goles, o ninguno, como en la mayoría de los casos. Yo creo que no podemos dejar de ver el “clásico de clásicos” (sospecho que así lo llamaron los especialistas para que sepamos que éste sí que es el verdadero clásico o al menos el que más dinero deja) porque es un evento que nos lo han vendido como algo muy familiar y como un pretexto perfecto para convivir y conocernos más los unos a los otros.

Sobra decir que esto es mentira además de bastante extraño, ya que nuestra convivencia depende de y es provocada por veintidós hombres en pantaloncillos cortos y medias larguísimas que no cesan de mentarse la madre, escupir, sacarse los mocos, rascarse la entrepierna y demás linduras y ritos que acostumbran hacer dentro y fuera de la cancha los futbolistas, quienes, está de más aclararlo, son unos caballeros en toda la extensión, significado y magnificencia de la palabra. Es decir, los modelos a seguir por las futuras generaciones de México.

Toda esta algarabía (me imagino) se originó de la siguiente forma: un grupo de importantísimos mercadólogos y un grupo de respetadísimos señores de la asociación Padres de Familia Responsables por el Bien de México decidieron unir fuerzas e intelectos para que las familias no se desintegraran por culpa de la malvada pero necesaria televisión, así que se sentaron alrededor de una mesa redonda para dilucidar la formula secreta que lograra unir nuevamente a las familias sin dañar los intereses creados por las grandes corporaciones. Así fue como, después de horas y horas de romperse las neuronas y de acalorados debates, alguien dijo: “¡Eureka, el fútbol!”. Y vaya que fue una buena elección, ya que los partidos de fútbol en México son tan aburridos que los espectadores del clásico para llenar los espacios donde nada ocurre, es decir, durante todo el partido, gracias a que los jugadores se pasan nos a otros el balón sin cruzar de su mitad de la cancha como si la pelota fuera a detonar de un momento a otro como una granda sin seguro, o por el infalible futbolista que es rodeado y contemplado con miradas atónitas por un sequito de paramédicos que por causas y/o motivos que todo el mundo ignora llegaron trepados en un carrito de golf a observar al herido de muerte retorcerse sobre el césped como si fuera babosa a la que acaban de echar sal en la espalda, las personas aprovechan para interactuar entre sí más allá de los monosílabos de costumbre:

-¿Y qué me cuentas?

-Nada. Todo bien.

-¿Y la familia?

-Bien.

-¿Y el trabajo?

-Bien.

-¿Quieres otra cerveza?

-Bueno.

Las cervezas llegan seguidas de un silencio y un aburrimiento insoportable hasta que el futbolista es resucitado y levantado como Lázaro gracias al agua milagrosa de los paramédicos.

Así se vive el clásico de clásicos en México hasta que se ven agotados en su totalidad los noventa minutos, que para colmo siempre son más de noventa minutos ya que el árbitro (persona grave, aburrida y rencorosísima) decide agregar otro cuarto de hora al partido bajo el pretexto de la compensación de tiempo perdido por los muchos moribundos que hubo en la cancha, cuando todos sabemos perfectamente que es su venganza por las mentadas de madre que recibió durante el soporífero encuentro.

La solución a todo esto sería sintonizar otro canal, sin embargo, esto es imposible de hacer ya que en casa o fuera de ella siempre habrá alguien viendo el clásico, y si pretendes encerrarte en tu cuarto, por arte de magia aparece un familiar o un amigo dispuesto a secuestrarte para ir a ver el clásico a un bar o a un restaurante o a su casa o tomarte de rehén en tu propia casa, lo cual es la peor de todas las tragedias que te pueda llegar a ocurrir ya que ni modo de decirle: “perdona, tuve que desaparecer noventa minutos porque tuve una emergencia en mi cuarto”. Aunque francamente esa debería ser una excusa perfectamente valida y clásica para no ver el clásico.

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