Y llorábamos con alaridos de miedo
por lo que vendría después
cuando nuestra piel no fuera nuestra
sino el poema hecho y maltrecho,
“Borrador para un testamento”, Efraín Huerta
con escamas que convocan el ritmo inaugural.
“Octavio Paz”, Lezama Lima
Sé de la poesía por su traición, por ese engaño perspicaz de amada fatal, su flirteo bamboleante, su alucinación labial y semi-corpórea —mas perdurable— que nos seduce y, un buen día, se esfuma. Es el desencanto de lo sagrado, el abandono de la fe; hablo del hogar abrasado tras la ruptura —Tarkovsky dixit—, del lugar común como el espejismo de un abrazo. Creemos haberla tocado y haber convocado la voz del dios vivo; pretendemos haber alcanzado una cumbre de colina en busca de la cima nevada de la montaña; concebimos el sopor del sentimiento, la frugal insinuación de que sabemos ser gigantes, la sensación de la inmortalidad y la infelicidad sublimada; “un caminar tranquilo / de estrella o primavera sin premura, / agua que con los párpados cerrados / mana toda la noche profecías”; pensamos que no está lejos el camino, que se puede llegar a algún lugar, que todo va bien, que vamos creciendo; sentimos que nuestras palabras cobran brío, se distienden, se congregan con el núcleo natural del lenguaje, que son, por un error de conservación de la esperanza, el punto de llegada al misterio de la creación; que, en efecto, la poesía nos ha brotado por los poros, que la iluminación ha sido alcanzada. Pero no es verdad. El escritor es un solitario alienado, un desdichado que cuenta sus penas mientras conduce su taxi (célebre metáfora acuñada por Chejov en su cuento “La tristeza”). Más que un solitario, es un “solo silente desolado” (Ramón Rodríguez) confinado al olvido: su escritura es lo que deberá persistir, no así el sujeto que la acompaña y la trae al mundo. Pocos son los elegidos y, como enseña la Biblia, se trata de los menos aptos. Esos elegidos son los que nos incitan a pertenecer al gremio: nos enamoramos de la literatura por la obra, no por los autores —Lord Byron aparte—; y, sin embargo, buscamos en los poemas el morbo de la anécdota, el secreto de una vida lacerada por el sino y la extravagancia del artista. La mejor parte es cuando ella no nos dice tanto de la vida del autor como de la nuestra.
Piedra de sol llegó a mis manos para acabar con mis dudas sobre la escritura. Me confirmó, por un lado, que eso era lo que quería hacer y seguir haciendo en adelante. Sabía que no era una forma de subsistencia sino una necesidad de otra índole, algo importante y difícil de definir. Llegó a mí a la edad de 16 años, junto con Los hombres del alba (Efraín Huerta), Muerte sin fin (José Gorostiza), “Nocturno de la estatua” (Villaurrutia), “La muerte del ángel” (Bonifaz Nuño), “Batman” (José Carlos Becerra), La lucha con la pantera (José de la Colina) y “Canto a un dios mineral” (Jorge Cuesta); todo en el mismo año. Ese año se me desató una furia por leer más allá de ellos: busqué a sus autores preferidos, intenté estudiar a Heidegger, investigué a los amigos de cada uno, me esmeré por leer la entonces finada revista Vuelta: me interné en mi propia espesura para afianzar la vida secreta que debía considerar, si acaso era necesario, para lograr lo que lograron. Fue el famoso trance místico de la nube de la incertidumbre. Recuerdo, por ejemplo, que José Homero, un poeta sumamente agudo, me enseñó a no leer poesía a la ligera mientras buscaba asideros literarios.
El poema tenía algo diferente al resto de mis lecturas: así como los textos señalados, éste poseía una capacidad de síntesis impresionante y un ritmo casi perfecto, decantado en un lirismo caudaloso; y, a diferencia del resto, comportaba la posibilidad de seguir hablando, de seguir el ritmo, de continuar el discurso: se trataba de un poema de plenitud, no de desesperanza, ni hartazgo, ni muerte, no, había más: versaba sobre lo eterno y lo pequeño. No sentía empatía sino pertenencia, como si se tratara de un poema que concierne a todos. Compilaba temas personales y universales, los amasijaba con un tono peculiar, los devolvía al espacio, y sólo quedaban ganas de materializarlo en voz alta para constatar su perfección estética. Era una obra maestra, sí, de esas que ratifican que la poesía es posible, y que te conmueven a la escritura. Su tema es El Tema: el amor.
Cuando comencé a escribir en serio, cuando dejé de ensayar métrica y ritmo, metáforas y otras figuras, quise cifrar mi propia Piedra de sol. Fracasé, pero no importa, me dije: Paz ya estaba muy grande cuando lo hizo (a los 43 años). El único detalle es que eso me sucedió tras un lustro de intentos por consolidar mi “poema” que terminó donde pertenece: la basura. Paz sigue siendo uno de mis horizontes; pero, por cuestiones de sanidad literaria (las genealogías de los pequeños “gorostizas” y “bonifacesnuños” y “neruditas” que deambulaban en las calles fraguando su propio olvido), lo anulé por un tiempo como ejemplo a seguir. Creo en la vida virtuosa de los santos, pero sé que no voy a ser tal o cual santo, y mucho menos me la voy a pasar prendiendo velitas, como suelen hacer los críticos y los fans. Nunca debemos dejarnos ensombrecer por La leyenda dorada. Este fenómeno abrumador del poema puede explicarse a la luz de la tesis del filósofo Ramón Xirau: Piedra de sol es la summa de Octavio Paz. Y, como toda summa, cisma. Por ello hay que tomar distancia cuando se habla de él, y de este modo apreciarlo sin sentirse apabullado.
Su basamento, aquel que le permite hermanarse con la plenitud y la totalidad, es el hálito paradójico, esa dualidad empecinada en prosperar, como concierne a una obra sistémica. Es un régimen ensimismado pero completo que demanda una relación contradictoria de elementos (Gödel in poetry). La circularidad del poema es la conclusión de la perpetuidad fluctuante de Heráclito, el eterno retorno, transido de las oposiciones cósmicas pertenecientes a las culturas precolombinas, acrisoladas por un espectro abismal de lenguaje moderno en molde análogo: un poco de verso libre (molde nuevo), otro poco de verso blanco (molde viejo desde Donne y un poco más atrás). He ahí la poesía pura que no respeta a su autor, un autor que pone a otros poemas por encima de su obra maestra.
Fuera de la sombra político-burocrática que pesó sobre sus coevos —Pacheco, Aridjis, Becerra, Efraín Huerta—, Octavio Paz (1914-1998), prolija pluma y bastión innegable del crecimiento literario y cultural de México —después de Reyes el autor más escrupuloso y de cuantiosa obra—, nos legó una faena de vena poética verdaderamente monumental que encuentra su culmen en los poemas de madurez: Piedra de sol (1957) y Blanco (1966). Ambas apuestas, consagradas a revisar y visitar la tradición desde las lindes de la ruptura —sobre todo Blanco—, son un obelisco del lenguaje sólo comparable en precedentes inmediatos a Muerte sin fin, y que encuentran parangón en la poesía de Vallejo, Huidobro, Gerbasi (con Mi padre, el inmigrante, poco valorado por la crítica) y Neruda. Eugenio Montejo considera a Paz uno de los grandes faros de Latinoamérica y de la lengua castellana. Brodsky se ha sentido incitado a la poesía cuando lo ha leído, y es una de las recomendaciones fundamentales que hace a los lectores de habla hispana.
La estética de Piedra de sol sintetiza, a diferencia de la prosa diluida en el puro refinamiento que caracterizó a El arco y la lira (su ensayo más didáctico y completo), la sistematización de su corpus poético, mientras Blanco conmemora las pulsiones de vanguardia, apegado a la exploración y el compromiso juvenil de la experimentación con la Forma, inquietud compartida con sus compañeros de tertulia —los surrealistas, por ejemplo. Piedra de sol nos pone a contemplar el bosque en sus adentros, donde reposa el rey de los árboles con todo su misterio, su Ahuehuete, su árbol de la Noche Triste, su noche oscura señalada. Carballo, uno de los entrevistadores más astutos que tuvo, fue el único que lo condujo a la afirmación (ya perfilada por sus lectores) de que Piedra de sol congregaba los intereses y los temas más destacados del polémico autor.
Como escritor, Paz guarda un parentesco con Talleyrand. En lo humano fue considerado un traidor político, un apólogo del sistema, un neurótico retrógrada y un genio estratega (así como literario); pero, por otro lado, era, como el Príncipe de Talleyrand, un adelantado a su época: el camaleón de la Historia, el cambio encarnado que se amoldaba a los birlibirloques de la sociedad y la evolución del arte. Para fortuna de su poesía, esto le permitió transformar las tesis en boga de la literatura e incorporarlas a su bagaje retórico. Dependiendo del biógrafo, el rostro de Paz puede ser el de un monstruo o un genio incomprendido. (Tal vez porque siempre se necesita un poco —¿bastante?— de ambos para escribir como sólo él pudo hacerlo.) Piedra de sol es, así, pura reacción libertaria, una rebeldía de madurez y encuentro con la médula de la idílica voz de la ficción: “el arte es una mentira que nos acerca a la verdad” (Pablo Picasso).
No tiene sentido seguir evocando las vicisitudes críticas a las que se ha sometido a Paz y su obra, pues esa es tarea harto ardua y profusa que ha llenado miles de estanterías y que será mejor dejar para textos de feliz ensoñación. Piedra de sol, para mí, como para muchos compañeros de juerga, ha sido un verdadero ejemplo de lo que es escribir poesía en serio: acercarse a lo sagrado, tocar ese algo, el “no sé qué” de Feijoo, que todos queremos decir.
Piedra de sol congrega, por un azar no fortuito, mis obsesiones, aquellas que me han acompañado hasta la actualidad: a) el tiempo concebido como el instante, la duración como espejismo, y la Historia como un conjunto de “momentos”, de lo eterno-fugaz que conforma el cada día; es aquella metafísica defendida por Bachelard, el mundo como una sucesión de instantes que depositaba con eficacia un sentimiento equivalente al hecho físico que consigna a la teoría de Einstein en una dialéctica temporal (según Sokal, si existiera un absoluto para la teoría de la relatividad, éste sería el instante presente); b) El erotismo, aunque breve, resultó el asunto más alucinante durante el apogeo de mi adolescencia: ¿cómo decir te amo y te deseo, o me gustan tus senos con la importancia precisa, de tal manera que evitara la bofetada y fuera eficaz?; pues claro: “tu vientre es una plaza soleada, / tus pechos dos iglesias donde oficia / la sangre sus misterios paralelos”, o “vestida del color de mis deseos / como mi pensamiento vas desnuda, / voy por tus ojos como por el agua, / los tigres beben sueño de esos ojos, / el colibrí se quema en esas llamas, / voy por tu frente como por la luna, / como la nube por tu pensamiento, / voy por tu vientre como por tus sueños, // tu falda de maíz ondula y canta, / tu falda de cristal, tu falda de agua, / tus labios, tus cabellos, tus miradas, / toda la noche llueves, todo el día / abres mi pecho con tus dedos de agua, / cierras mis ojos con tu boca de agua, / sobre mis huesos llueves, en mi pecho / hunde raíces de agua un árbol líquido”. Los besos ansiosos y golosos de Catulo aunados a la terquedad de un Propercio que se empeña en recordar, aunque sin el enfisema de tristeza de este último, qué va: es un goce satisfecho, un profuso mar que no se detiene. Es el cuerpo transfigurado en el hogar, la tierra nativa, el mundo en femenino. c) Su barroquismo y su ritmo, cuya composición y fondo han sido excelentemente expuestos por José Emilio Pacheco, corresponden a una manera de entender el oficio del poeta, con un punto de llegada que no de salida, y a partir del cual, toda obra será reiteración y reescritura. Carece de engolosinamiento con las incitaciones de desenvoltura de los surrealistas. Toda vacilación se concilia con lo espontáneo sin visos de abandono de la tradición: la forma también es la manifestación de la lengua en su cumbre: se trata de la búsqueda de “ese texto clásico” del que habla Eliot, de la obra que nos anule del mapa como autores, que sea habitáculo del lenguaje y que encuentre una total imbricación de los recursos de una lengua. Dice Derek Walcott que Paz, como Neruda y Lorca, es cercano “a la ficción y la pintura, que presentan empedrados y balcones y siluetas que se mueven a través de ellos”. Esa cartografía plástica, una de las virtudes fundamentales de Piedra de sol, acentúa el espíritu barroquizante del poema. d) Abelardo y Eloísa, los amantes de argumentaciones lógico-amorosas, cartas de lejanía, la pena de no poder estar más con la amada: el amor platónico ganado a la distancia tras haber vivido la pasión. El recuerdo es material y pasado-presente, la única existencia posible de lo que ha sido y no será. e) Como en esos amantes y otros más, existe una topografía y una cartografía de lo amado, una andanza por el mundo insostenible y real. Tal vez irreal, en verdad no importa: toda andanza en el mundo es ya una erótica frustrada, un recuerdo de que, a veces, cuando se nos permite, sobre todo cuando menos se espera, amamos. “El mundo nace cuando dos se besan”.
Hablar del amor es hablar de la vida; pero hablar de la vida, hablar del todo y la mujer —que lo es todo—, es una empresa soberbia o bien una empresa de valientes. Algunos escriben porque es chic o está de moda. Pero la escritura está compuesta por otros gérmenes. El lenguaje para sostener en vilo “al mundo con sus mares y sus montes” durante el discurso debe ser equivalente al de los dioses deambulando furtivamente por la página, e incluso (¿por qué no?), emplear el lenguaje conferido por el hombre al dios vivo. La risa proviene de la vena lúdica de la crítica; la sátira es una cumbre estética. Hay que volver a emular el Verbo, la Palabra. Paz se desplaza con una liviandad de tono bíblico, suave mas resonante, de ese tono que descubre el protagonista del libro de Job al ser interpelado por Yahweh. Versa sobre el mundo como un apóstol sobre Cristo: rumoroso y en celada. Como Ezequiel sobre el porvenir de los hombres. Como Petrarca con Laura; como Sade sobre la ira, la violencia y el estertor de los cuerpos plagados de vicio. El lenguaje se logra porque es búsqueda del cimiento mayor, la roca donde se asentarán las realidades que deben ser señaladas, que restaurarán la esperanza en la lengua. La palabra es la piedra donde se asienta la Palabra: es el Pedro de los escritores. Porque (como señalaba Reyes) descendemos de la concurrencia de formas preconcebidas hasta tornarlas nuestras, hasta ser nosotros mismos lo que ellos no fueron, por medio de lo que sí fueron. El secreto es hablar desde la tempestad, buscar nuestra tormenta; pero para ello es necesario estar iluminado. Ése fue un detalle que me pasó desapercibido cuando me decidí a ser poeta: carezco del no sé qué que mueve la pluma del hagiógrafo. Hoy soy el niño que descubrió que no puede ser astronauta.
Entrados en materia buscamos los modelos a seguir, los patrones de escritura y los poetas más cercanos a nuestras intenciones literarias. En esa búsqueda leemos cuanto nos aparece enfrente. Cervantes exageraba, pues leía cualquier papel que acertaba en el suelo —ejercicio que, además, en estos días resultaría insano. Nos secuestramos en una torre de Babel alucinante y perentoria destinada al naufragio antes que al triunfo. Creamos el espacio sombrío de la caverna, llegamos a creer que sabemos cosas que nadie sabe, como si el mundo naciera con nuestra perspectiva. Somos exigentes, impresionables y volubles. Carecemos de síntesis y la orfandad es una sensación adquirida de estas experiencias solitarias. Es el momento en que nos transformamos en nuestros verdugos. El acto de la escritura, que comienza por la misma dilucidación de la lectura, es firmar nuestra muerte, señalar el punto donde terminamos, donde necesitamos afianzar esa luminiscencia de la nada que llamamos existencia; es pretender, vanamente, la libertad en su sentido inexistente. Y, aun así, seguimos en la batalla. He ahí el azar no fortuito: aleatorio es que un sujeto nazca en una época y una cultura determinada, no así que su visión del mundo congenie con alguien que ha operado en su misma lengua y nación, que ha protagonizado parte de la historia que lo circunda, con la que ha crecido. La distancia siempre será abismal; la cercanía es insospechada y no particular, sino compartida, oculta, casi invisible.
Como todo aquel que hoy se pretende escritor, que busca hacer de ello una forma de vida, descubrí mi vocación de astronauta verbal por la lectura y una situación fortuita. Mi lectura de poesía era poco menos que liviana: siendo asmático no mimado, mi único entretenimiento era leer. La poesía no es exclusiva de un género, pero sí se exalta más en uno de los géneros literarios, aquel que privilegia el verso (o prosa, no importa) y el despliegue del lenguaje por el lenguaje. Mi padre se dedicaba a la narrativa y, como era de esperarse, me indujo a la lectura hasta que ésta se me volvió un hábito. Así que leía más narrativa que poemas. Durante mi cuarto año de primaria Daniel Ruiz, un estudiante de la UDLA, llevó a cabo un taller en la escuela donde estudiaba. El teacher Alfredo —que, espero, en Paz (no) descanse—, mi maestro en aquel período escolar, se distinguía por su destilada ira contra los alumnos. El taller se tornó una fuga entretenida a la tiranía de mi medieval profesor, amigo de la doctrina sanguínea. La tercera tarea que Daniel nos pidió fue el siguiente ejercicio: que confeccionáramos un cuento, un poema, lo que fuera, sobre un tema descubierto en los libros. Decidí escribir sobre la Gorgona —fascinado por Las tres manzanas de oro. Intenté trazar un relato. Pero mi última lectura había sido de poesía, y tenía muy fresca la usanza de los versos. Neruda, por cierto. Para mi sorpresa no elaboré un cuento (que nunca pude), y terminé borroneando “unos versos” sobre la Gorgona. Medusa, para ser preciso. No recuerdo el poema, y dudo que tuviera algo memorable; no obstante, el hecho aislado decía más de lo que parece: era una insinuación de vocación. Claro, esto era ocasión de la infancia, que nunca se equivoca: vive en la ficción y la poesía es todo el lenguaje que conoce. Ahora sé que ya no está conmigo, “no hay en mí sino una larga herida, / una oquedad que ya nadie recorre, / presente sin ventanas, pensamiento / que vuelve, se repite, se refleja / y se pierde en su misma transparencia, / conciencia traspasada por un ojo / que se mira mirarse hasta anegarse”. Lo importante no es eso. Lo importante es que mi gusto por Piedra de sol encontró refuerzos en mi primera lectura por la mención del personaje en común, el monstruo (mujer) de los ojos fatales, Melusina: “yo vi tu atroz escama, / Melusina, brillar verdosa al alba, / dormías enroscada entre las sábanas / y al despertar gritaste como un pájaro / y caíste sin fin, quebrada y blanca, / nada quedó de ti sino tu grito, / y al cabo de los siglos me descubro / con tos y mala vista, barajando / viejas fotos: / no hay nadie, no eres nadie, / un montón de ceniza y una escoba, / un cuchillo mellado y un plumero, / un pellejo colgado de unos huesos, / un racimo ya seco, un hoyo negro / y en el fondo del hoyo los dos ojos / de una niña ahogada hace mil años, // miradas enterradas en un pozo, / miradas que nos ven desde el principio, / mirada niña de la madre vieja / […] / miradas que nos miran desde el fondo / de la vida y son trampas de la muerte / ¿o es al revés: caer en esos ojos / es volver a la vida verdadera?”
Como decía, la seducción de la poesía es tal, que no podemos evitar incursionar en ella. O al menos eso creemos: nos confesamos con la pluma, inventamos un imaginario, un mundo perverso, tal vez color pastel o incluso la acertada cercanía con la bruma. La ficción, último frente del pensamiento perdurable, metafísica personificada sin las pesadas abstracciones, se nos presenta como nueva bandera y campo de batalla. Es una guerra provocada. Una guerra que convida al fracaso. En ella asentamos el castillo, por su solidez efímera, por su fugacidad irreparable, por su belleza terrible. Es la roca sobre la cual todas las torres se levantan, la carestía de los valles, la piedra que sostiene las cosas. Piedra de sol, a sus 50 años, sigue siendo el ejemplar que educará el oído y el proceder de los escritores mexicanos. Cualquier homenaje es mero afán dilucidatorio: la crítica estupefacta en su jaula, mientras contempla la pura libertad tornarse en Atlas.
Marco Antúnez