jueves, 27 de septiembre de 2007

El acto del mimo


Siempre he tenido miedo a los mimos. Deberían ser un asunto de risa, pero hay personas, como yo, a quienes nos causan terror. Cómo explicarlo: digamos que me parece muy deprimente que alguien tenga que pintarse la cara, vestir pantalones anchos y exagerar sus movimientos para ofrecer un espectáculo. Aunque pensándolo un poco, es algo que solía hacer en mi adolescencia, cuando tocaba en una banda de death metal.
Quizás por ello, la muerte de Marcel Marceau me cause un conflicto emocional. Por un lado reconozco en él a un gran artista del siglo pasado, creador de rutinas clásicas de la pantomima, pero por otro, la noticia se enlaza terriblemente con mi experiencia del martes en la tarde.
Algo tienen mis ex compañeros de preparatoria que, una vez alcanzada la madurez, parecen vivir para sus hijos, trabajar para sus hijos y contactarnos en el Messenger sólo para hablarnos de sus hijos, pero al mismo tiempo son incapaces de ofrecer una fiesta infantil en el que no haya por lo menos una mujer que termine llorando por una crisis nerviosa.
Todo parecía estar en orden ese martes. El recorrido por el local me hizo reconocer a todos esos tipos detestables de mi adolescencia que no se cansaban de jugarse bromas pesadas entre ellos y que milagrosamente se habían convertido en gente responsable después de tomar un retiro de Jornadas. Se casaron rápido, obtuvieron trabajo pronto y ahora no se cansaban de invitarme a conocer sus viviendas, como si en ellas hubiera algo más que recámaras y baños.
Cuando uno ya se siente aburrido en un evento al que estuvo obligado a asistir, sólo se preocupa de que lo vea quien lo invitó. En este caso, Manuel –una de las mentes más brillantes de mi grupo, pero que había encontrado en la procreación el placer que no le daban las Olimpiadas de Matemáticas- había salido a buscar unos regalos, por lo que sólo estaba esperando su pronta reaparición para marcharme.
Lamentablemente, antes de su llegada, sin anuncios de por medio ni fanfarrias, entró a escena el payaso Caguamito, un señor de mediana edad, de ropa rota y deslavada, que parecía haber sido maquillado por un drag queen pero con síndrome de Tourette.
“¿Eso es un payaso?”, le pregunté a Salomón, quien había terminado casándose con Ana, aquella chica amable del salón, capaz de organizar kermeses cada mes.
“Pues un ex compañero no es”, me respondió mientras acariciaba cariñosamente la pierna de su mujer.
El payaso indicó con señas que haría una rutina de pantomima.
“¿Cómo puede alguien contratar a un tipo que se hace llamar Caguamito?”, proseguí en voz baja, mientras una música de los años 50 inundaba el salón. “¿Qué tenía Manuel en su cabeza?”
“Ah, ya conoces a Maney. Práctico, impaciente, ahorrativo. Seguramente ese payaso fue el primero que se ofreció a trabajar por una botella de blanco”, me murmuró Salomón, entre risas.
“¡Pero es horrible!”, espeté. “Es una de esas personas que sabes que necesitan medicación todo el tiempo. Velo. Un hombre normal no camina de esa manera”.
“Estás paranoico. Está haciendo como si caminara en la luna”.
“Espérate. ¿En qué momento pasamos a la luna?”, nos interrumpió su mujer, que se había acercado a compartir la plática. “Yo había entendido que representaría un safari en África”.
Me toqué la frente en señal de preocupación.
“Déjame adivinar”, volvió a decir mi amigo mientras entrecerraba los ojos, como si el gesto lo hiciera ver más claro. “Ya. Un cebú, sin duda alguna. Está representando un cebú”.
“Caramba, Salomón, un cebú no pone sus patas delanteras como tiranosaurio Rex. ¿Qué demonios es, una suricata?”, dijo Ana.
“¿Con alas?”, precisó.
“No sé. No estoy segura de que ese movimiento de manos signifique un ave”.
“Ana”, le corrigió el marido, “representar un pájaro con las manos es un ademán universal. Es como pedir la cuenta en el restaurante. No da lugar a dudas”.
“Pues…”, empezó a decir ella para justificarse, pero no encontró las palabras.
El mimo pegó los dedos de la mano e hizo la mímica de que estaba cortando algo.
“Mmm”, conjeturó la mujer, “eso podría tratarse de un filete miñón, una ballena jorobada o un pastel de boda”.
“Amor”, le reprendió Salomón, “si acabas de venir del Carmen, dime cuántos cubiertos usaron para destazar a la ballena. ¿Quinientos, seiscientos cincuenta? Me parece particularmente difícil que cortar esas tres cosas tenga algún parecido”.
“No sé”, se explicó ella. “Este tipo es malísimo, no entiendo nada de lo que quiere decir”.
“Yo diría que es como si estuviera representando a cinco chinos en una bicicleta de circo”, aventuró mi amigo mientras se tocaba la barbilla.
“Nadie mueve más los brazos que las piernas mientras monta una bicicleta”, le precisó su mujer con tono vengativo. “Es… no sé… como si estuviera empacando un muslo de cordero y ahora lo rodeara con cinta de embalar”.
“¡Estás loca o qué!”, se alteró Salomón, al punto de que alzó la voz. Inmediatamente recuperó la compostura. “¡Alguien que empaqueta carne se palpa con tanta insistencia la vena del brazo!”
El asunto ya me estaba desesperando y yo sólo lanzaba miradas patéticas a la puerta, a la espera de que Manuel se apareciera de un momento a otro.
“¿La vena del brazo?”, respondió Ana, “¿cuántas cosas pueden representar eso? Mejor voy por Alfonsito”.
Salomón bufó como un toro enojado. Ese hombre transformado por la vida había desaparecido. Murmuró dos o tres cosas horribles sobre la monogamia mientras sacudía una y otra vez los pantalones, como si tratara de sacarse un insecto. Yo tomé una lata de refresco y me alejé sin despegar mis labios del popote.
Discretamente abandoné la fiesta. No crucé palabra con nadie más. Cuando volví la cara para darle un último vistazo a la celebración, descubrí a Manuel del otro extremo preguntándome con ademanes por qué me iba. Le dije adiós con la mano y me señalé la muñeca con el índice. Supuse que sí me había entendido.

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