miércoles, 26 de septiembre de 2007

Gracias por cumplirnos



“¿No fue increíble? Britney Spears, damas y caballeros. Wow. Tiene 25 años y ya ha
logrado todo lo que va a lograr en la vida.”

- Sarah Silverman (Premios MTV 2007)


Satisfechos. Saciados. Contentos. Alegres. Incontables adjetivos parecidos pueden describir lo que experimentamos la semana pasada, incluso quienes no lo presenciamos en vivo pero que gracias a los medios de comunicación, a los amigos, a los conocidos, a los vecinos y todo ser humano vivo en la Tierra nos enteramos del asunto para dibujar –al igual que todos ellos- una grandota sonrisa en el rostro.

No era para menos. Se veía venir y la tragedia ocurrió, incluso más allá de lo que nuestra imaginación pudo concebir; de ahí el revuelo y el impacto de la nota hasta hoy día. ¿Por qué escribir sobre un evento tan frívolo habiendo tantas noticias reales, relevantes y terribles en el mundo? Porque somos malvados. Porque disfrutamos con endiablado placer la caída y el sufrimiento de las demás personas, y si es un conocido, más y mejor aún, porque a los famosos aunque no los conozcamos en persona y nunca hayamos cruzado un buenos días con ellos, es como si fueran nuestros parientes consanguíneos, pues ni a nuestros propios familiares les conocemos la biografía integra: novios, amantes, lunares en la espalda, excesos, borracheras, fotografías de su sexo depilado, pasta de dientes favorita, etcétera. Afrontémoslo, no hubo alguien –excepto sus familiares de verdad, y aún tengo mis dudas respecto a ellos- que no se regocijara al ver que la hermosa y tierna chica que un día apareció de la nada disfrazada como colegiala para conquistar el mundo entero (incluido el medio oriente fundamentalista, donde los barbones de Al Qaeda al parecer son también unas comadres de clóset que no se pierden una nota de las revistas de cotilleo para poder amenazar de muerte a las “prostitutas” occidentales) ha terminado su metamorfosis en una señora divorciada, gorda y fodonga, madre de dos hijos, que baila con pañal y sostén negros sin el menor recato delante de millones de personas como sólo podía hacerlo una señora divorciada, gorda y fodonga madre de dos hijos y adicta a las drogas. Es horrible pero es la cruel verdad. Y nosotros lo sabíamos. Y no sólo lo sabíamos sino que como leonas agazapadas tras la espesa hierba esperábamos el punto álgido de nuestra hambruna para brincar sobre el antílope cojo, tuerto y viejo de la manada que disfruta sus últimos sorbos de agua en el río. La presa era segura. Más cuando los rumores decían que la chica que un día erotizó por igual a mujeres y a hombres de todas las edades y estratos sociales por bailar como una amazona envuelta en una serpiente pitón había llegado a Las Vegas con cuatro días de antelación para tener un triunfal retorno ante las cámaras de televisión, pero que optó por utilizar esos días para ser ella misma, es decir, pastorearse ebria de fiesta en fiesta y dilapidar una fortuna despidiendo a su estilista particular, que trajo en un jet privado ex profeso para que hiciera milagros con su blonda cabellera, al igual que a los insolentes diseñadores de moda que le habían confeccionado un bonito vestido que ocultaba su renovado abdomen de albañil.

Las luces del escenario se encendieron y todos recibimos lo que esperábamos, incluso más, por eso estaremos en deuda con ella hasta la muerte (su muerte, desde luego). A nadie le importaban los ganadores de los premios de MTV, o las epidemias, o las guerras, o las injusticias que azotan al mudo. Britney era el centro del Universo. Un centro bastante gordo y torpe. Y nosotros, con la boca abierta, atónitos esperando a que rodara como un barril por las escaleras. No sucedió, claro, eso era pedir demasiado. Pero nos complació verla dar unos pasitos erráticos de porcino recién nacido, poniendo a prueba y al límite la fuerza de su cuerpo de bailarines que le ayudaban (al mismo tiempo que se herniaban) a subir los peligrosos peldaños de las escaleras del escenario de dos centímetros de altura. Total, que la presentación en su conjunto fue un hermoso desastre y está de más ahondar en detalles como el playback, la uña postiza que se le cayó y todo lo que ya se comentó hasta el hartazgo en los medios y en nuestras interminables charlas diarias de oficina. Lo que cabe resaltar es lo que ocurrió desde que la madre de familia abandonó el escenario hasta los minutos en que escribo este artículo y los minutos, horas, días y años venideros. Todos sabemos que la vergüenza ajena vende, y mucho, pero no sospechábamos cuánto y hasta qué punto. Y más cuando un batallón de fenómenos (sólo uno se hizo famoso, el más ridículo, por su puesto) ha salido en su defensa, y otro batallón de pobres diablos se toman la molestia de parodiar a los plumíferos defensores de lo indefendible. El resultado: La Britney más famosa de la historia, más aún que cuando era una profesional y se mataba en el gimnasio y en la pista de baile durante meses para que su público desquitara el estratosférico precio del boleto que pagó por verla.

Con el embarazoso espectáculo de la semana pasada queda comprobado que a nadie le interesan las historias de éxito, salvo las propias, y Britney lo tenía muy claro en su recóndito subconsciente de pueblerina analfabeta, pues cada decisión descabellada que tomaba paradójicamente la ponía un paso más cerca de la inmortalidad, pues en este mundo moderno donde el buen gusto lo posee –a dios gracias- la minoría, su reinado seguirá perecedero hasta que otra vieja joven golfa ridícula reclame el trono con un bochornosísimo y truculento acto masivo que nos deje a todos con las bocazas abiertas del asombro y aún más satisfechos que los marranos que se revuelcan en los charcos de lodo de las porquerizas.

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