viernes, 28 de septiembre de 2007

Memorias desde la granja

Memorias de la granja

Verónica Sánchez


La larga espera en una clínica del seguro social
es algo tan parecido a la vida
esperas hasta más no resistir
y cuando ya no aguantas,
realmente ya no soportas, oyes tu nombre.

Javier Payeras (Soledadbrother)



Te despiertas como todos los días, con el incesante pitido del despertador haciendo eco en tu cabeza, inexorable como la soledad que muerde tus entrañas desde el extremo frío de la cama, con el espejo morboso atisbando tu cadáver adormilado de librar batallas invisibles contra el sórdido insomnio, desde la puerta entreabierta del baño.

Desayunas café soluble y el cigarro acostumbrado, mientras relees las noticias del día anterior, que parecen repetirse infinitamente cada mañana, con distinta fecha en el encabezado del diario. Respiras el aroma del café, lo sientes llenar tu interior, un aroma de esperanza que te transporta a mejores amaneceres; el tabaco te hace sentir mareada, pero te refugias en el sentimiento de una muerte lenta, igual a la que sientes cada vez que el asalto de los recuerdos declara tu mente como campo de guerra.

Lanzas el periódico al cubo de la basura, algunas hojas se rehúsan a entrar en él, en una de ellas se ve la fotografía de un joven de unos veinticinco años sobre la plancha de la morgue, aún con la soga atada al cuello, adivinas los hematomas yacientes tras la cuerda –el último collar que usó, quien necesita uno más elegante cuando la cita es a la última a la que se irá-, el hedor de la pureza de un corazón atribulado –el licor conserva los recuerdos mejor al formol- por una huida desesperada : la puerta que los cobardes nunca cruzan, el último acto de libertad regalado por Dios a la humanidad. “Se mató por hambre” dice el encabezado – “cruzó la última puerta y fue libre” habrías escrito de ser la autora. Piensas en su forma de suicidio, no es tu mejor elección (siempre has pensado en tu suicidio como una despedida melancólica, envuelta entre frascos de tranquilizantes).
Repasa con la mano las marcas talladas sobre la mesa, ochenta y cinco canales por la misma cantidad de suicidios, tomas un cuchillo, lo pasas por la mesa para sumar una marca más, te preguntas que proporción de ellas corresponderá a mujeres.

-Tal vez en verdad somos más fuertes- aspiras una última bocanada de humo a modo de brindis respetuoso- va por ti, mártir de la miseria.
Te levantas despacio, caminas hacia el baño acariciando las paredes con la punta de los dedos, al llegar le guiñas un ojo al espejo y abres las llaves del agua; entras a la ducha y tomas las navajas de rasurar, una explosión de adrenalina recorre tu espina mientras, la dejas acariciar la piel de tus muñecas. Sientes la sangre recorrer tus venas, mezclada con besos y olorosa a sudores, vestida de rostros y cuerpos, roja como la pasión y espesa como la oscuridad. Agua y lágrimas rodean el drenaje para luego perderse para siempre al lado de la espuma de jabón y restos de velos que resbalan por tus piernas. Cierras la llave y estiras la mano buscando una toalla. Te vistes maquillas y sales a trabajar.

Caminas hacia la esquina, levantando el polvo acumulado sobre la calle gravada y aún sin barrer, compras el periódico del pequeño puesto de revistas un par de metros antes de la parada del autobús, lo abres en la sección roja, compruebas tu pronóstico, sonríes y lo colocas bajo tu brazo mientras usas el otro para hacer la parada al camión que se aproxima.

Cuando llegas a la oficina, las sensaciones de siempre te invaden, la misma gente, los mismos escritorios de madera comprimida como monumentos al cambio innecesario, las mismas plantas artificiales agazapadas en las esquinas, esperando el momento adecuado para retorcerse y morir a la sombra de los enfriadores de agua, la misma punzada en el estómago –a la que ya te has acostumbrado- cuando cruzas la mirada con la de tu ex novio, quién te termino tras acostarse contigo. Tu cuerpo se llena de besos y caricias falsas, tu carne se inflama del fuego devorador del alma y tu corazón comienza a latir más lento, esforzándose por empujar el líquido espeso por tu interior, la sangre parece querer escapar por tus mejillas. Pero pasas de largo sin decir una palabra y tratando, en vano, de no pensar en el dolor, piensas que la vida es siempre así, no sientes nada sino el vacío, el corazón incompleto que tiembla entre la mirada relampagueante para dejar escuchar el trueno después, luego te enamoras y piensas en lo mucho que duele vivir, reconoces el dolor –el destello punzante y afilado- que te corta en dos cada ventrículo, vena y arteria del ya por sí maltrecho músculo, es entonces cuando te reduces a levitar, a flotar inconsciente alrededor de una navaja de afeitar, contando muescas en una mesa vieja mientras deseas tener la fuerza para empujar la navaja algunos milímetros dentro de la carne y dejar de sentir el beso frío de la ausencia cada mañana. Pero no obtienes lo que deseas nunca lo haces.

Sumida en los dobleces de tu mente, tus ojos escapan por la ventana que brilla como aquella luz protagonista de leyendas de quirófanos y experiencias cercanas a la muerte. Te acercas a abrirla con pasos cortos, calculados, y observas el cielo, la brisa de la tarde se enreda en tu cabello, te murmura en el oído palabras viejas, destila impasible el odio que oscurece la sangre. El dolor se hace más intenso mientras miras los autos y las personas pasar sin darse cuenta de lo que sucederá justo sobre sus cabezas, cada uno inmerso en su propia ignorancia, su hedonismo irreverente como agujas calientes penetrando tu cerebro, su machismo hereditario, su feminismo aligerado por valores decadentes, su ambigüedad repulsiva como el tufo de la vida. No aguantas más.

Comienza a atardecer, y por momentos se vuelve imposible distinguir dónde el cielo deja de derramar tibia sangre sobre la acera, dónde termina la ilusión de un cuerpo que mancha de fuego y desesperación las nubes y comienza de nuevo el mundo de los hombres, la imagen permanece hasta cuando el sol oculta su cara manchada de navajas, sogas y barbitúricos para terminar de morir en algún oscuro resquicio astral.

Te alejas de la ventana, debes regresar a tu casa, tu mesa, tu identidad inefable y hacer una nueva muesca en honor al suicida del edificio de enfrente. Sin ese refugio te convertirías sin duda en otro trazo sobre alguna mesa o pared solitarias en algún punto de indeferencia entre la ciudad y un corazón sin nombre –como tú- a medio morir.
p.d. un saludo a todos.

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