martes, 25 de septiembre de 2007

La conspiración del sobrepeso


Es estimulante que la gente hable de ti con los mismos términos que utiliza para referirse a Luis Miguel… pero en su reciente aparición en Las Vegas: “Pasado de peso, con el rostro surcado por las arrugas y un peinado nada favorecedor. Ése es mi primera impresión, Eduardo”, me dijo esa mañana Patricia, amiga de la carrera, modelo ocasional, lectora de Joyce (aunque sólo de sus cartas).
Yo había dado la media vuelta para marcharme, pero ella me detuvo con la mano: “Oye, no te sientas mal”, en verdad parecía preocupada por mi reacción, “lo mismo habría dicho de… Britney Spears en los MTV”.
Entonces lanzó la carcajada y se marchó. Lo había hecho otra vez.
Mientras se aleja pensé que muchas personas tienen motivos auténticos para volverse adictos a Internet y olvidarse del mundo real: salir de los primeros 25 años de nuestra existencia es como entrar a la secuela de una mala película: vuelven los mismos personajes, sucede lo que ya tenías previsto, pero duele más haber pagado por el boleto. Me pregunto quién habrá hecho el casting de nuestra vida, tan minuciosamente planeado para que todos tus amigos regresen en algún momento innecesario y te digan: “Pero qué mal te ves”. Nuestra biografía es al fin de al cabo una novela escrita a cuatro manos entre el destino y nosotros mismos, es decir, entre un sádico y un masoquista.
Una tristeza inmensa me embarga. Quiero olvidarme de ese primer mal encuentro y me dirijo a un restaurante naturista, adonde asisto cada que me siento parte de las estadísticas de sobrepeso en México. Pido un bísquet relleno de queso, una de esas peculiares formas de autocompasión que tiene el menú.
“Hola, hola, hola. Miren a quién tenemos aquí”.
No lo había visto en una de las mesas, si no habría huido. En verdad, nada mejor para levantarme la autoestima que Juan Hernández. Me explico: se trata de uno de esos amigos que no aparecen en tu vida sino esporádicamente y sólo para levantar las ventas de Prozac del farmacéutico de la Avenida.
“Siempre que te encuentro, te veo comiendo”, añade.
La verdad eso no es nada extraño, pienso, a los viejos conocidos sólo podemos reencontrarlos a punto de la indigestión o del colapso por alcoholismo.
“Veo que te trata muy bien la vida de periodista. Eso de estar sentado ocho horas al día escribiendo tus columnas te asegura una musculatura de lujo”, dice.
Me mantengo callado. Se trata de uno de esos momentos incómodos a los que no se puede hacer otra cosa más que engullir algún comestible que tengas a la mano.
“Sabes, la otra noche recordé nuestros días de prepa. En ese tiempo vivía a la vuelta de tu casa y cada semana llegabas al punto de llanto para decirme lo gordo que te sentías y que por ese motivo no te acercabas a las compañeras del salón. ¿Te acuerdas?”
“Sí”, digo tímidamente. Juan Hernández es como una Fiscalía para Delitos del Pasado: escudriña tus años mozos y te usa como testigo para condenarte.
“Pues te tengo una maravillosa noticia. Busqué algunas fotos viejas donde estabas con tu grupo de rock. Te has de acordar: en ese tiempo usabas unas camisas largas y negras y pelo de futbolista de los setenta. ¿Sabes qué descubrí mientras veía esas fotos? ¡Que en realidad no estabas gordo! ¡Sufriste innecesariamente durante tres años, maldito dramático!”
Sonreí.
“Pero bueno… ahora sí que tienes todos los motivos para sentirte un hombre obeso”.
Hice un gesto de que tenía razón y guardé silencio. Todavía la semana pasada en un viaje en lancha, el guía había tenido problemas para colocarme en algún lado de la embarcación a fin de que ésta no se fuera a pique.
“¿Por qué mejor no se baja?”, había sugerido un niño. La madre carraspeó para disimular el comentario.
Pero la saga de mi depresión no había comenzado ahí. Dos días atrás, el médico familiar había tenido esa misma mirada condenatoria que tuvo el sacerdote de mi primera confesión cuando hablé de las aplicaciones del canal Cinemax en mi infancia.
“Sabe usted, un estudio reciente asegura que la obesidad suele ser contagiosa. Si sus amigos engordan, existen las probabilidades de que usted lo haga en un 57 por ciento y si se trata de su mejor amigo, las posibilidades son del 171 por ciento”, me explicó de manera severa, como si grabara un documental para la BBC.
“¿Eso qué significa, doctor?, ¿qué debo dejar de frecuentar a mis amigos”.
“Sí, eso. En realidad no se merecen que usted los engorde”.
Así se enlazaban todos los sucesos. O Juan Hernández, el niño, el médico y mi amiga Patricia se habían puesto de acuerdo para torturarme a través de una conjura o a fin de cuentas todos tenían razón.
“Bueno, maestro, fue un gusto verte”, se despidió Juan Hernández, luego de ver a una chica atractiva que salía del restaurante, “todavía tengo mucho que hacer. Supongo que tú no tanto. Seguramente te sentarás frente a la computadora a escribir todo esto que te he estado diciendo, ¿verdad? Pero, bueno, cada quien hace lo que puede para fingir que trabaja”.
Caminó hacia la calle como un sicario que acaba de cumplir con su deber.
Después de su partida no aguanté ni un minuto más. Me quité la servilleta y me dirigí también a la salida. Detrás de mí se quedaba medio bísquet sin probar en el plato.
“¡Oiga amigo, cree que el mundo está para regalar la comida!”, gritó una mujer que llegó para desocupar mi mesa, pero no tuve ánimos para responderle.

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