martes, 11 de septiembre de 2007

Carta al mejor escritor del mundo



“LA EMBRIAGUEZ DAÑA LA SALUD, DESORGANIZA LA MENTE Y CASTRA A LOS HOMBRES. REVELA SECRETOS, ES PENDENCIERA, LASCIVA, DESVERGONZADA, PELIGROSA Y ENLOQUECEDORA.”



- William Penn




Caramba, Pepito, qué te puedo decir. Tan formal que te veías en la mañana, con tus jeans y tu camiseta azul cielo bien planchada. Regio. Súper guapote. Tenías un aire a Juan Camilo Mouriño. Te presentaste solo. Me extendiste la mano firme y segura tal como la ofrece un candidato a la prole en campaña electoral. “Soy Pepe”, me dijiste. “Ah, que tal. Rodrigo”, respondí un poco intimidado por la mirada penetrante que me clavaste. Te digo, tenías el aire y la pinta de buen tipo, de esos que exageran sus maneras y formas para demostrar a los demás que se sienten seguros de sí mismos. “Finalmente nos conocemos”, agregaste sin dejar de mirarme a los ojos. “Sí, finalmente”, atiné a responder con timidez. Y es que así de inverosímil es la vida, Pepito; vivimos en una aldea donde todos nos conocemos aunque sea de vista y nosotros nos venimos a topar cara a cara en la ciudad de Tuxtla Gutiérrez, en el Primer Encuentro de Jóvenes Escritores del Sureste Mexicano, en el que, para serte sincero, me sorprendió verte. No me malinterpretes, no es que me molestara tu presencia en el evento, lo que pasa es que te hacía en encuentros internacionales organizados por Alfaguara o Planeta, además de que si nos ponemos un poquitín quisquillosos, de joven lo único que tienes es la camisita planchada, pero no hay que darle importancia a tales nimiedades, tú eres grande, Pepito, y mereces invitarte a cualquier evento donde no figure tu nombre en el programa.


Estaba nervioso, lo admito. Eso de los encuentros de escritores me sienta fatal. Siento que todos me escudriñan con la mirada. Como si me encontrara en las mutualistas que organizan las amigas de mi mamá donde cada que te levantas por el café o para ir al baño te despedazan a tus espaldas con mordaces y viperinos chismes. Tenía miedo, Pepito, mucho miedo. Quería ser tú. Tan seguro. Envidiaba tu trayectoria. Tus aires de gran escritor. Tu andar. Tu mandíbula protuberante. Tu forma de plantarte y sacar el pecho, gallardo como el Presidente Calderón cuando saluda al lábaro patrio. Tu forma tan osada pero a la vez sutil de enumerar todos los libros y los autores que te has leído, tantos que, tras sacar cuentas mentales, debo confesarte no me explico cómo te sobra tiempo para planchar tan lindamente tus camisetas azules. Pero sobre todo envidiaba tu retórica, esa forma de enumerar todos los atributos que te hacen único como escritor y que indudablemente te llevarán a inscribir tu nombre con letras doradas en las páginas de la Historia de la Literatura.


Inaugurado el evento, al llegar al hotel los organizadores nos agasajaron como todo escritor desea ser agasajado: con raudales de cerveza, vino y Comiteco, poderosísima bebida alcohólica local que algunos invitados rebajaron con cerveza para no vomitarse al probarla. Bebimos. Todos bebimos, unos más que otros, Pepito, ¿recuerdas? En lo personal, el momento más emotivo del encuentro me pareció esa misma noche, cuando te sentaste a un lado mío y no te me despegaste. ¡Qué honor! Estabas inspirado. No cabe duda que las musas se posaron sobre cada una de las incontables botellas de cerveza que ingeriste y sobre los cigarros que te fumaste en la clandestinidad, que te hicieron retornar a la mesa con renovados bríos y los ojos inyectados de sangre. No paraste de deslumbrarnos cuan larga fue la velada. Pum, pam. Disparabas frases, comentarios, citas, autores, reflexiones. Filosofía pura. Eras un monstruo. Imparable. Tan grande eras que te transformaste en juez y parte de la literatura, sobre todo cuando decidiste dar tu opinión sobre la vida y obra del genial escritor campechano Eduardo Huchín. “Una lástima que no esté Eduardo aquí”, dijiste. “Sí, ¿verdad? Es buenísimo” apunté, orgulloso de mi amigo. “¡Qué va!”, refunfuñaste, y acto seguido, soltaste una retahíla de lindezas sobre Eduardo. “Debe reconocer sus orígenes, debe reconocerlos...”, repetías una y otra vez como si fueras un disco rayado. A decir verdad, nadie entendía a qué rayos te referías con eso de los orígenes, pero todos hicimos como que te entendíamos de maravilla. Sin embargo, para que nos quedara bien claro tu punto, arremetiste diciendo que Eduardo no merecía ninguna beca porque era un escritor mediocre, además de un desgraciado. Te veías furioso. Intenté calmarte, pero mis intentos fueron inútiles y una vena palpitante surcó tu cráneo enrojecido al tiempo que me decías que yo era un sirviente de Eduardo, que debería ponerle velas a su estatua y adorarlo. “No es para tanto, Pepito”, dije intentando calmarte, pero todo esfuerzo estaba de más. La suerte estaba echada. Tu cólera era como una pequeña bola de nieva que va incrementando su fuerza y tamaño conforme avanza por la pendiente de una montaña. Nos confesaste que tenías conversaciones grabadas donde Eduardo te difamaba una y otra vez, y para rematar me miraste con una mirada grave y tenebrosa y, después de una pausa interminable, me dijiste: “Tengo también intervenido tu celular”. Caramba, Pepito. Ahí sí que me asustaste. “¿Cómo podías tener intervenido mi celular? ¿Acaso trabajas para el gobierno?”, pensé, y antes de que pudiera preguntártelo, respondiste: “No me conoces, soy burócrata”, sin apartar tu virulenta mirada de mi rostro. De ahí que, sin que nadie te lo preguntara y sólo para que quedara claro que eres una persona de completo éxito, nos dijiste que ganabas más de veinte mil pesos al mes asesorando al PAN y al PRI, y que no tenías ninguna necesidad de ir a mendigar becas a la capital como el pobre diablo de Eduardo, quien es el vivo retrato del pueblerino que añora salir de su aldea. “Pero si Eduardo no se cansa de escribir sobre Campeche”, te dije. Y no debí decirlo porque al instante me relataste toda la historia de la beca Fundación de Letras Mexicanas que había solicitado Eduardo, donde detallabas con pelos y señales que Octavio Paz le había dado el culo al entonces Presidente de México Ernesto Zedillo, para así poder abrir esa fundación de burgueses de la gran mierda (historia que, para serte franco, no me parece del todo verosímil; uno pensaría que el Presidente de México tiene acceso a carnes más apetitosas que las de un anciano de ochenta años, pero si lo dices tú, que estás tan metido en el medio político, probablemente sea cierto); en fin, detalles que todos ignorábamos y te agradecemos al alma habernos revelado, tú, que lo sabes todo. Tanto sabes que no tuviste reparo en contarnos de todas las becas que te han otorgado, para luego decirme que yo no tenía nada que hacer en el encuentro de jóvenes escritores, pues no soy más que un vil periodista. “Pepito, favor que me haces, te juro que yo no soy periodista”, te dije. “Exacto, no eres nadie, yo sí que soy periodista”, dijiste, y te soltaste con otra interesantísima letanía donde prometiste darme consejos en la materia. Después, en otro arrebato de lucidez, te me quedaste mirando con esa mirada de gran intelectual que esconde perfecto los estragos del alcohol y otras substancias, para decir que te encargarías de que ningún medio de comunicación me publicara jamás. “Es más, ni tengo que hacer nada porque nadie te publica, nadie”, agregaste con una mueca burlona y orgullosa. Caramba, Pepito, ahí si que me dejaste helado. Yo que todo este tiempo había pensado que eras mi amigo. Tú, que sin conocernos te descosías en halagos en los correos electrónicos que me enviabas cada semana, e incluso me invitaste a la presentación de tu Best-Seller en una cafetería de la ciudad, a la que no pude asistir porque ya me conoces, la novela de las ocho no me la pierdo por nada de este mundo. En fin, pero de eso ya no te acordabas, y no te culpo. A los genios no hay que recordarles el pasado, además de que el nuevo blanco de tu ira ya no era yo, lo cual confieso me entristeció sobremanera. “Mira Marco, yo me voy a encargar que Seix Barral jamás te publique”, le dijiste al pobre Tryno, que ni vela tenía en el entierro. “Ya me oíste, Marco”, sentenciaste. Y Tryno, no porque la editorial Planeta haya publicado su novela “Viena Roja”, misma que puedes encontrar en todos los Sanborn’s del país, iba a contradecirte, e incluso reconoció que eres el escritor más aventajado de Hispanoamérica, por no decir que del mundo, y sólo por eso permitió que lo llamaras Marco durante toda la noche, al igual que de buen modo recibió cada una de tus amenazas, pues él sabe que así es el medio, hay que aceptar las criticas constructivas de los escritores de verdad. Te admiro, no sabes cuanto. Qué coraje el tuyo para sacar todo lo que sientes. Lo mejor fue cuando la mayoría de los invitados nos fuimos a dormir, y Tryno, el muy cabrón, le puso seguro a su habitación, o mejor dicho, a la habitación que para su buena fortuna le tocó compartir contigo. Sí, Pepito, el crimen confesado está: en la madrugada no pudiste abrir la puerta de tu habitación porque Marco, perdón, Tryno, le metió llave a la puerta porque tenía la loca y disparatada idea de que entrarías a sorrajarle la cabeza de un botellazo mientras dormía. ¿No es una locura? Es mi culpa, Pepito, más que justificado estás cuando en tu desesperación por no dormir en el piso como un perro partiste una botella por la mitad y, empuñándola, amenazaste con abrirle la garganta al insolente chico de la recepción que se negaba a darte por las buenas el duplicado de la llave. Entraste a la habitación y como era de esperarse, encendiste las luces y te pusiste a fumar como un chacuaco. Tryno, que es un gran admirador tuyo, te dejó el cuarto para que durmieras a tus anchas; no vayas a creer que se fue porque temía por su vida. Fue por ello que mi paisano Pech, que iba en representación del Estado de Oaxaca, fue gustoso a hacerte compañía; lástima que lo hayas ignorado por completo y optado por encerrarte en el baño, donde pasaste en vela la madrugada gimoteando sin parar. Sí, Pepito, no tienes nada de que avergonzarte: sollozaste como la gran actriz que eres. “¡Mis amigos! ¿Dónde están mis amigos?”, te lamentabas, ahogado en un amargo mar de lágrimas. El sol despuntó por el cristal que rompiste en medio de tus llantos y con él recogiste tus cosas y te marchaste. Una lástima que te fueras, Pepito. Todos éramos amigos. Nos privaste de tu grata presencia el resto de la semana, pero no te voy a reprochar nada, que aunque quisiera no podría, porque cuando llegó nuevamente la noche todo nos quedó claro. No sabes cuánta emoción sentimos cada uno de los invitados al evento cuando llegó tu mensaje al celular de los organizadores, donde anunciabas que te acababan de informar que el 12 de Septiembre te entregarían el Premio Internacional Quetzaltenango de Guatemala. Uy, Pepito, hubieras visto la conmoción. Las fanfarrias que te echamos. Ahora mismo me tiemblan las manos y se me escurren las lágrimas por las mejillas de sólo recordarlo. Yo lo sabía. Todos los sabíamos: eres grande. Por eso es que te he escrito esta brevísima pero sincera carta. Para felicitarte, Pepito; para hacer de tu conocimiento que te admiro y que algún día quisiera ser como tú, aunque sé que me falta muchísimo y que al final no llegaré a ser ni la milésima parte de lo que eres.

1 comentario:

Diana Juárez Rodríguez dijo...
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